El propósito de este artículo es comprender la naturaleza jurídica y política del delito político, así como su tratamiento por diferentes países.
Hablar de derecho y política en estos tiempos, es recordar la analogía de la participación de un músico en un conjunto o una orquesta:
Un buen músico que actúa en un conjunto u orquesta seguramente tendrá sus criterios estéticos sobre cómo interpretar, por ejemplo, un cuarteto o una sinfonía. Sobre la base de esa valoración, el músico juzgará los méritos de la ejecución conjunta y, si su valoración difiere de la de los demás integrantes del conjunto, tratará de convencerlos para que ajusten la contribución de cada uno de ellos a la obra colectiva a los criterios que él defiende. Puede ser que, si no les convence, nuestro músico entienda que la obra conjunta no tiene valor y no vale la pena seguir ejecutándola con ese conjunto. Sin embargo, si el músico juzga que, según su criterio, la ejecución tiene algún valor, aunque sus compañeros no concuerden con su concepción musical, entonces podrá decidir continuar ejecutándola con el conjunto. Al decidir esto, sería absurdo que el músico de nuestro ejemplo realizara su contribución según sus particulares valoraciones si ello produjera una falta de sintonía con la contribución de los otros músicos. Deberá ajustar su contribución a las concepciones de los demás si le interesa que la ejecución sea un producto eficaz. Es necesario que tenga en cuenta el estilo que los otros músicos imprimen a su ejecución y que seguirán imprimiendo en el transcurso de la misma. Es posible que la obra le dé algún margen que le permita expresar, en su contribución, su propia concepción estética y aproximar así la ejecución conjunta a su ideal musical. Sin embargo, la expresión de su propia concepción se verá limitada por la necesidad de una ejecución armoniosa, en la medida en que juzgue que esa ejecución tiene algún valor, y que no tiene posibilidades reales de participar en una ejecución colectiva que se aproxime aún más a su propia concepción estética (Santiago Nino, 2014, p. 137).
Esta analogía muestra que hay una racionalidad específica, al participar en obras colectivas. Las acciones colectivas requieren diferentes criterios de racionalidad en la elección de principios y modelos valorativos, pues, en tanto de nuestro aporte a una obra colectiva es limitada y no controlamos el producto final, lo racional puede ser elegir, no el modelo o principio más defendible, sino otros con méritos menores (Santiago Nino, 2014, p. 138). Así, el derecho es una obra colectiva en desarrollo que implica dimensiones como la legitimidad, la legalidad y la eficacia; y la política es la acción de lo posible, formando un complejo de prácticas, instituciones, costumbres, actitudes culturales y creencias básicas que definen a una sociedad, y particularmente, a un orden constitucional y democrático.
Es así, como la conexión directa entre el derecho y la política es necesaria para introducirnos en el debate jurídico-político sobre la naturaleza del delito político. Si bien es cierto, que hay un gran desarrollo doctrinario en el derecho penal, en política criminal y en el Derecho Internacional, es importante reflexionar sobre dicha naturaleza en un contexto histórico, filosófico y político-ideológico, en tanto a ¿qué es el delito político?, ¿es la intromisión de la criminalidad en la esfera pública?, ¿el castigo legal?, castigo que suele justificarse sobre la base de alguno de los siguientes fundamentos: la necesidad que tiene la sociedad de protegerse contra el delito, la reforma del delincuente, la fuerza disuasoria del ejemplo para delincuentes potenciales y, finalmente, la justicia retributiva (Arendt, 2007, p. 55).
En ese contexto, cuando describimos un sistema político, su funcionamiento, las relaciones entre las diferentes ramas de la administración, la manera cómo actúan los aparatos burocráticos, de las que forman parta las líneas de mando, y cómo están conectados entre sí los ciudadanos, los militares y las fuerzas de seguridad, por mencionar sólo los aspectos más destacados, es inevitable no hablar de la responsabilidad personal que es opuesta a la responsabilidad política, en tanto que no existe la culpabilidad colectiva ni la inocencia colectiva; solo tiene sentido hablar de culpabilidad y de inocencia en relación con los individuos.
En concordancia con lo anterior, hablar de delito político, según Ferrajoli se entrecruzan dos tradiciones del Derecho Penal: la correspondiente a la razón de Estado y la del derecho de la resistencia (2001, p. 809). De esta forma, bajo ambas tradiciones, nace una contraposición entre instituciones estatales y ciudadanos que se oponen abiertamente a éstas. De este modo, el delito político recorre por fundamentos teóricos que lo validan o lo niegan, dependiendo de la coyuntura política en la que se inscriba, y los mecanismos jurídicos-políticos que se instauren.
En lo que respecta a la tradición de la razón de Estado y sustentada teóricamente en la obra de filósofos políticos como Maquiavelo, Bodino y Hobbes, se puede advertir cómo antes de la llegada del Estado moderno aparecía el “crimen de lesa majestad”, el cual comprendía la ofensa ante la autoridad soberana del Estado como una forma de desacato a la autoridad y a la soberanía del rey. Así, en la Edad Media y en el Estado absolutista el móvil político de un delito era razón de agravamiento y mayor crueldad del castigo.
Por otro lado, van a aparecer resistencias medievales que defienden el tiranicidio por ejemplo, reflejándose estas resistencias en la consolidación teórica del iusnaturalismo racionalista, liderado por autores como Locke, Rousseau y Condorcet, estableciendo la limitación del poder, o también aquellas doctrinas paleocristianas de la desobediencia (Ferrajoli, 2001, pág. 810), entre otras que se transforman y toman fuerza en la variedad de coyunturas que se construyen y des-construyen hasta llegar al Estado moderno, con una nueva visión.
Es así, como el derecho a la resistencia, que quedará integrado en las bases del pensamiento contractualista de los siglos XVII y XVIII, encaminándose en los primeros pasos del Estado liberal moderno, que se muestra de alguna manera, comprensivo con el empleo de la fuerza para derribar los gobiernos que representaban el Antiguo Régimen (Estado absoluto). En palabras de Quintero Olivares (2006, p. 689), “No es pues de extrañar que sea común en la literatura penal la idea de que el concepto de delito político es un concepto acuñado en el siglo XIX y que tuvo una primera configuración casi romántica: el delincuente político era el luchador contra la opresión absolutista, contra la tiranía, y por lo tanto, era merecedor del elogio de sus conciudadanos, que necesariamente lo tenían que ver como un héroe. Solamente los poderosos de turno podían considerarlo ‘delincuente’”.
Asimismo, con esa evolución histórica de lo que se llamará delito político, corre la práctica de la extradición. Ciertamente, los primeros acuerdos políticos entre Estados buscaban precisamente asegurar la entrega de los autores de delitos de carácter político y de aquellos que alteraban la paz pública. Sin embargo, será a finales del siglo XIX cuando esa práctica se modifique y comiencen algunos Estados a introducir en su legislación cláusulas que impidan la extradición de delincuentes políticos. Ahora, en los documentos políticos y legislativos de la época se deja ver la convicción de que la lucha ilegal y violenta es un instrumento inevitable para derribar el Antiguo Régimen e imponer los nuevos Estados liberales, un recurso válido y meritorio contra la tiranía (Dietmar, 1979, p. 15ss).
Esos nuevos Estados liberales, con el despliegue ideológico del principio universal de libertad, la consideración de la dignidad constitutiva de cada individuo, y todo ello en compatibilidad con el respeto de la propiedad individual y la acción de la mano invisible del mercado, se presentarán ciertos problemas de uso del delito político, tal como lo destaca García Amado (2007, p. 99): “si puede dicha categoría aplicarse a quienes luchan por imponer regímenes políticos antidemocráticos y si cabe aplicarla a quienes, sin abominar de la libertad individual, pugnan ilegalmente para la implantación de regímenes de mayor contenido social”.
Ahora vemos, como con la tradicional “excepción por delito político”, en la práctica de la extradición y también del asilo (ambos con procedimientos diferentes), es decir, cuando el delincuente político escapa de su país y busca protección en otro, cuando la situación de estas personas y su lucha pasa a ser objeto del Derecho Internacional: otro Estado intervendrá para decidir si el fugitivo es beneficiario de normas internacionales que, entre otros principios, permiten rechazar la extradición o la devolución de las personas que hayan cometido delitos políticos o delitos por motivos políticos o bien de aquellas que podrían ser perseguidas por motivos políticos si son devueltas, extraditadas o retornadas a su país para ser juzgadas por estos delitos (Capellà i Roig, 2014, p. 3).
En este orden de ideas jurídicas y políticas, podemos definir someramente el delito político como aquel ilícito penal que se comete con el fin de socavar las instituciones y las normas de un Estado tenido por radicalmente injusto y con el propósito de instaurar un sistema político más justo y acorde con el interés general de los ciudadanos (García Amado, 2007, p. 100). Es notable las dimensiones moral y romántica que se le otorga a esta definición, por cuanto se considera que el demérito de la acción delictiva, con su ataque a importantes bienes jurídicos penalmente protegidos (por ejemplo, el Estado), es en todo o en parte contrapesado por el mérito que al delincuente corresponde, por sus ideales, asume una lucha ilegal en pro de esos ideales.
En definitiva, la noción del delito político se encuentra históricamente ligada al concepto de Estado y nos conduce, inevitablemente a problemas de imprecisión conceptual y de ambivalencia moral, en un marco discursivo-ideológico determinado. Lo cierto es, como dijo Kant, respondiendo a la pregunta “¿Debe perecer el mundo con tal de que se haga justicia?”, y él contesto: “Si perece la justicia, la vida humana sobre la Tierra habrá perdido sentido”.
Pues bien, todo lo anterior se deriva de un elemento político y filosófico, como es lo intencional: ¿puede ser delito político cualquier acción delictiva realizada con el designio de afectar a la pervivencia o estabilidad del Estado o sólo pueden serlo aquéllos que de modo directo se dirijan, atenten, contra instituciones, órganos o autoridades del Estado y, en su caso, cuáles? (García Amado, 2007, p. 100). Así pues, se van a enfrentar en la doctrina, la concepción subjetiva y la objetiva del delito político.
Lo característico del delito político, de acuerdo con Carlos Lozano Lozano (1961), son los motivos determinantes, y los define así: “Por delito político social se entiende aquel que ha sido cometido exclusivamente por motivos políticos o de interés social”. Y agrega:
Pero la palabra “exclusivamente” se debe entender en el sentido de que los motivos determinantes sean de naturaleza política y social, y por consiguiente, altruistas. Y a la vez se establece la igualdad en las sanciones para los delitos comunes y los delitos políticos, cuando éstos, a pesar de la apariencia exterior, no sean sino delitos comunes a causa de los motivos innobles y antisociales que los hayan determinado, o cuando el delito común se cometa por razones políticas. En efecto: los crímenes más graves, como el asesinato, el envenenamiento, el incendio, la destrucción por medios explosivos, la falsificación de moneda, no se convierten en infracciones políticas tan sólo porque sus autores invoquen la influencia de la pasión política. (págs. 148 y 149).
Como bien lo señala Foucault (2005, p. 36), “―los castigos legales están hechos para sancionar las infracciones”, de manera que “puede decirse que la definición de las infracciones y su persecución están hechas de rechazo para mantener los mecanismos punitivos y sus funciones”, esto para así mantener la vigencia del Estado de derecho, sin la amenaza de alteridades ideológicas que apunten a deslegitimar el sistema ya existente. En fin, representar al castigo como un efecto de la ley y no como una demostración de poder político, nos demuestra que la penalidad tiene una relación interna e íntima con el poder (el poder como un conjunto de medios y habilidades que pueden usarse de diversas maneras y, por ende sería razonable dejar de lado cuestiones de valor u objetivos), en vez de ser simplemente su instrumento o aliado ocasional.
Retomando lo anterior, antes de hablar de la concepción objetiva y subjetiva del delito político, es importante señalar que la delincuencia política se ha considerado como delincuencia evolutiva, en el sentido de que sus actos están orientados más allá del momento presente y proyectado hacia un futuro supuestamente progresista. Por esta razón, es que la concepción política de este delito está íntimamente ligada con las tendencias ideológicas de los Estados.
Encontramos una concepción objetiva para la cual los delitos políticos son aquellos que atentan contra el orden constitucional y legal vigentes. Y una concepción subjetiva que entiende por delitos políticos aquellos que sin importar el bien jurídico transgredido, son cometidos con móviles políticos (Posada Maya, 2010).
Desde el punto de vista de la concepción objetiva, el elemento común es el ataque intencional al Estado, proveniente del radical opositor que atenta contra las razones y condiciones de su existencia, cuyo resultado es el resquebrajamiento del equilibrio, real o ficticio, en las fuerzas políticas predominantes. En otras palabras, la acción delincuencial política es el ánimo de la insurgencia y del inconformismo concretado en el atentado hacía la forma de Estado que ejerce la represión y el control social. Pues, quienes parten de la concepción objetiva dicen que el delito político sólo puede determinarse atendiendo al derecho que se viola; o mejor dicho, al bien o interés jurídico lesionado o expuesto a un peligro (Jiménez de Asúa, 1965, p. 166)
Desde el punto de vista de la concepción subjetiva, se quiere explicar la existencia del delito político, desde la creencia que con la agresión, el atentando o el ejercicio de la violencia, se ha vulnerado la ley que favorece a la mayoría de la sociedad o el derecho que la asiste para darse la organización social, política y económica que quiere. Es decir, esta concepción toma en cuenta el aspecto psicológico del agente, se miran los fines que guían al delincuente político.
Sintetizando lo anterior, las concepciones objetivas ven en los delitos políticos lo que Ihering (2000, p. 431 ss) denominó delitos contra el Estado. Entiende por delito político “todo acto que pueda constituir una amenaza contra las condiciones de vida del Estado”; “el carácter del delito político –dice–es atacar las condiciones de vida del Estado”. Mientras que las concepciones subjetivas entienden que son delitos políticos aquellos que, con independencia del bien jurídico contra el que atenten (vida e integridad de las personas, propiedad, seguridad en general, etc.), son cometidos exclusivamente por un motivo o finalidad políticos.
Para mayor claridad, Jiménez de Asúa (2005, p. 242) señaló lo siguiente:
De cuantos puntos de vista se han ensayado para definir el delito político, me parece más tercero el criterio subjetivo del móvil, que tiene rancio abolengo en los escritos franceses. La infracción política no se caracteriza por su objetividad, sino por el motivo que anima al transgresor de la norma, y así un regicidio perpetrado por venganzas personales es un delito común y un homicidio o un incendio cometidos con el designio de cambiar un régimen o anular una dictadura, es un delito político.
Mucho más interesante, es que ante el riesgo de que el criterio subjetivo del móvil político pudiese servir de camino a los crímenes de Estado para su consideración como delitos políticos, Jiménez de Asúa integró a la teoría subjetiva del móvil político, la idea de delincuencia evolutiva, señalando lo siguiente:
No debe bastar, para definir las características de un delito político, el móvil de naturaleza política o social que preside los actos del infractor de la norma; es preciso –añade– que sus finalidades sean las de construir regímenes políticos o sociales de catadura avanzada orientados al porvenir (p. 244).
Frente a los planteamientos de las concepciones objetivas y subjetivas ha encontrado gran aceptación en la doctrina jurídico-penal la denominada teoría mixta que combina los criterios objetivo y subjetivo. En este sentido, indica Quintano Ripollés (1975, p. 611):
La delincuencia política, en efecto, no es perfectamente definible sobre un patrón objetivo referente al bien jurídico lesionado, siendo precisa la concurrencia de otro elemento subjetivo, el del móvil, según la doctrina más comúnmente admitida, por resultar las extremas de objetivismo o subjetivismo escuetos, demasiado unilaterales y arriesgadas. Sin profundizar en tan compleja materia del delito político, mucho más todavía en el mundo de hoy, es de recomendar en términos generales (…)
En la práctica, la regla general es considerar al delito político cuando se da una asimetría o discrepancia entre el modelo político de uno con el otro. Es decir, los Estados constitucionales democráticos, de tendencia ideológica liberal, considerarán delito político sólo el dirigido a debilitar el sistema político de los Estados autoritarios o con deficiencias democráticas. Y los regímenes autoritarios tienden a otorgar trato al delito cometido contra el Estado de carácter opuesto y con el propósito de instaurar uno de su tipo. Queda así claro, el carácter político e ideológico que se suele proceder al aplicar la noción de delito político.
Y es precisamente en ese carácter político e ideológico, en el que se fundamenta o justifica a través del discurso político, el tratamiento y aplicación del delito político –que no hay un concepto universal- muchas veces para conservar el status quo de la organización y funcionamiento estatal, y otras veces, de acuerdo a intereses y circunstancias que no necesariamente son los que preservan el orden constitucional.
Veamos algunos ejemplos de la definición del delito político, derivado de sistemas axiológicos determinados y realidades políticas específicas:
ACNUR
Para valorar el carácter político de los motivos, la intencionalidad, la ACNUR propone que “los delitos que deliberadamente infligen un extremo sufrimiento humano, o que violan principios jus cogens del derecho internacional, no pueden estar justificados por ningún objetivo político”. De igual modo, destaca en sus notas que:
Un objetivo político que viole los derechos humanos fundamentales no puede servir como justificación. Esto es consistente con las disposiciones de derechos humanos que especifican que sus términos no deberán interpretarse en el sentido de que otorgan el derecho a participar en actividades dirigidas a la destrucción de los derechos humanos y las libertades fundamentales de otros. (Manual del ACNUR, par. 18)
Colombia:
La Corte Constitucional de Colombia (Sentencia C-009 de 1995), definió el delito político como:
(…) aquél que, inspirado en un ideal de justicia, lleva a sus autores y copartícipes a actitudes proscritas del orden constitucional y legal, como medio para realizar el fin que se persigue. Si bien es cierto el fin no justifica los medios, no puede darse el mismo trato a quienes actúan movidos por el bien común, así escojan unos mecanismos errados o desproporcionados, y a quienes promueven el desorden con fines intrínsecamente perversos y egoístas. Debe, pues, hacerse una distinción legal con fundamento en el acto de justicia, que otorga a cada cual lo que merece, según su acto y su intención.
En este orden, la misma Corte (Sentencia C-456 de 1997) ha señalado que ni la Constitución ni la ley definen o enumeran los delitos políticos. Suelen considerarse delitos políticos en sí, de acuerdo a su legislación, los de rebelión y sedición (Actualmente, el Código Penal de Colombia incluye entre los delitos contra el régimen constitucional la rebelión, la sedición, la asonada, la conspiración y la seducción, usurpación y retención ilegal de mando. Los delitos políticos pueden, además, producirse en concurso con delitos comunes). Agrega la Corte que “en conexión con éstos pueden cometerse otros, que aisladamente serían delitos comunes, pero que por su relación adquieren la condición de delitos conexos, y reciben, o pueden recibir, el trato favorable reservado a los delitos políticos”.
Concluye que el trato favorable a los delitos políticos, en la Constitución, es excepcional y está limitado por las propias normas de ésta que se refieren a ellos. Normas que son por su naturaleza excepcional, de interpretación restrictiva. No obstante, frente a estos planteamientos, hay oposición, como la del Magistrado Carlos Gaviria Díaz, con voto salvado, señaló lo siguiente:
De un lado, se podría decir que los delitos políticos siguen siendo exclusivamente la rebelión, la sedición y la asonada, pero que ya no es posible subsumir en ellos otros hechos punibles conexos, como los homicidios en combate. Por ende, la Corte habría restringido muy fuertemente la noción de delito político. En efecto, conforme a esa argumentación, que sería la consecuencia natural de los criterios punitivos asumidos por la sentencia, sólo serían amnistiables o indultables esos delitos políticos pero no los hechos punibles conexos. Sin embargo, la Corte, contra toda lógica, pero afortunadamente para el país, no asume tal posición, pues señala que corresponderá al Congreso, al expedir una ley de amnistía o de indulto, determinar los delitos comunes cometidos en conexión con los estrictamente políticos que pueden ser objeto de ese beneficio punitivo. Y decimos que la Corte llega a esa conclusión contra toda lógica, pues la sentencia defiende una noción restrictiva de delito político y sostiene que la exclusión de pena de los delitos cometidos en combate no es propia del concepto de delito político.
En ese sentido, el Magistrado concluye con lo siguiente:
Delito político son aquellas conductas que, por graves motivos de conveniencia pública, el Congreso, por votación calificada, determine que son hechos punibles amnistiables o indultables. Así, al destruir la noción clásica de delito político, la sentencia estaría abriendo las puertas para que las más disímiles conductas puedan ser amnistiadas e indultadas. No deja de ser paradójico que eso se haga en nombre de la igualdad ante la ley penal y en defensa de los derechos fundamentales.
Ahora, en sentencia C-577 de 2014, la Corte señaló la utilidad de la categorización del delito político en el marco de los procesos de paz (contexto político), indicando que:
Al diferenciarlo del acto criminal ordinario, el orden jurídico reconoce al grupo en rebelión la connotación armada y política, de donde surge la posibilidad de avanzar en una negociación igualmente política. Estos delitos políticos, al igual que sus “conexos”, gozan de un trato privilegiado, que se concreta en tres aspectos. Primero, la posibilidad de recibir amnistías o indultos, en el marco de la ley; segundo, la prohibición de extradición y tercero, la posibilidad de participar en política, todo en virtud de “los fines altruistas de mejoramiento social que subyacen a él”.
De este modo, destaca que tanto los delitos políticos como sus conexos están enmarcados en contextos históricos, políticos y sociales complejos, lo que explica que: “una definición más precisa de su alcance haga parte de la potestad general de configuración del derecho, en cabeza del Legislador, siempre que cumpla “con condiciones de razonabilidad y proporcionalidad”; y garantice el cumplimiento del deber estatal de juzgar, investigar y sancionar las graves violaciones a los derechos humanos y las graves infracciones al DIH”.
De lo antes expuesto, y a propósito del objetivo de este artículo, es decir la naturaleza jurídica y política del delito político, vemos como la Corte Constitucional de Colombia destacó que la consideración acerca de qué son los delitos políticos y sus conexos es dinámica, y que admite la existencia de importantes márgenes de acción en cabeza de los órganos políticos, para superar situaciones de conflicto y para conjurar graves situaciones de orden público.
EE.UU:
El caso Snowden en 2013. Tras la publicación en dos periódicos de documentos clasificados como secretos sobre varios programas de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana para la vigilancia masiva de comunicaciones, Snowden fue acusado en junio de 2013 de “robo de propiedad del Estado”, “comunicación no autorizada de información reservada sobre seguridad nacional” y “transmisión ilícita de información clasificada a persona no autorizada”, todo ello de acuerdo con la Ley de Espionaje de 1917 y la Ley de Sedición de 1918, leyes que buscaban, en su momento, castigar la traición y la colaboración con el “enemigo”. Curioso además, que estas leyes estaban siendo aplicadas durante el juicio celebrado ese mismo mes en el caso Wikileaks contra Bradley Manning, tras el cual fue condenado a 35 años de prisión.
Lo que tiene en común estos casos y otros acusados de espionaje, terrorismo, traición, sabotaje, o incluso alteración del orden público en casos similares en la actualidad, en que se infringe conscientemente la ley, es que reivindican que su motivación ha sido de naturaleza política, sin ser actores políticos en sentido estricto, y que, si han cometido algún delito, lo han hecho –entre los muchos argumentos esgrimidos- por un interés general o público, para denunciar una injusticia, para provocar un cambio. En contraposición a ello, los Estados Unidos alegaron que cometió un delito político contra un Estado democrático y de derecho.
España:
El caso de Hervé Falciani en España. Cuando la Audiencia Nacional española determinó que el delito político en este caso fue sobre la revelación de datos bancarios de evasores fiscales, que los sustrajo del banco suizo HSBC donde trabajaba. Es así como, la Audiencia Nacional decidió en 2013 no extraditarlo a Suiza por considerar que el espionaje económico, uno de los delitos que se le imputan en Suiza, es un delito político.
Otro caso es el de Carles Puigdemont, ex presidente de la Generalidad de Cataluña, y actualmente, Diputado del Parlamento Europeo por España. Las autoridades españolas ordenan la detención –que por cierto, muchos juristas la califican de atípica- por delito de rebelión, secesión y malversación de fondos públicos. Lo cierto de esto, es que el Tribunal Superior Regional de Schleswig-Holstein de Alemania, emitió resolución (5 de abril de 2018) en la que entrega a Carles Puigdemont a España por malversación de fondos públicos, pero no por rebelión.
El Tribunal de Schleswing-Holstein señaló lo siguiente:
Resulta dudoso que el reclamado persiguiera el objetivo de la separación de Catalunya del Estado central español ‘violentamente’. De la documentación se desprende que el reclamado pretendía legitimar la separación precisamente por medios democráticos, en concreto mediante la celebración de una votación. (…) La violencia que algunos colectivos ejercieron durante la votación no era el medio por el que el reclamado pretendía alcanzar la independencia de Catalunya.
Igualmente, destacó que:
Incluso después de un nuevo análisis, la sala no llega a la conclusión de que las instituciones españolas no habrían podido hacer frente a la presión ejercida por los acontecimientos del día de la votación: la solicitud de extradición describe escenas tumultuosas en locales electorales, pero no se deduce que dichas escenas constituyan un supuesto de ese tipo. Hay razones suficientes para creer que los actos concretos (…) constituyen actos delictivos, pero de otro orden, en concreto delitos de lesiones, de resistencia a la autoridad o perturbación del orden público. Sin embargo, (…) la sala no aprecia que estas acciones individuales fueran capaces de poner seriamente en peligro el orden constitucional del Estado español.
Venezuela:
La Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, con el propósito de distinguir de los delitos políticos y comunes, señaló lo siguiente:
Por su parte, los delitos políticos son aquellos que atentan contra los poderes públicos y el orden constitucional, concretamente, los delitos de rebelión y sedición, así como también los que atentan contra la seguridad de la Nación, entre ellos la traición y el espionaje. Estos delitos se pueden apreciar desde un punto de vista objetivo y desde un punto de vista subjetivo.
Desde el primer punto de vista, es delito político aquel que se realiza concomitantemente con actos de perturbación política. Así, de acuerdo con este criterio de apreciación, el delito político es una consecuencia de la apreciación objetiva de sus elementos o consecuencias y, por consiguiente, tiene que darse necesariamente en los casos de perturbación política que pueden tener lugar en un Estado. Desde el punto de vista subjetivo, el delito es político cuando concurre a su apreciación la intención del autor, es decir, el móvil personal y psicológico del autor.
La exclusión del término ‘delito político’ en la redacción del cardinal 3, del artículo 266 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, a pesar de representar un cambio, no se puede entender como una eliminación absoluta del vocablo, ya que el mismo se encuentra presente de manera tácita en el contenido de la norma, es decir, cuando el delito no sea común este se debe considerar político. (Sentencia Nº 1.684 del 4 de noviembre de 2008, caso: Solicitud de antejuicio de mérito solicitado por la Fiscala General de la Republica contra el Gobernador del Estado Yaracuy).
De esta manera, la Sala Constitucional destaca que la determinación de un delito político, en sentido estricto, “viene dada principalmente por la consideración objetiva que respecto de éstos hace la normativa penal al clasificarlos dentro de aquellos que atentan contra el Estado y sus instituciones; mientras que, en sentido amplio, se suele incorporar un matiz subjetivo que atiende a la motivación altruista, extraindividual y de interés común del agente que lo comete”. Sin embargo, señala además, que “en ningún extremo este análisis subjetivo, ha llegado a prescindir de la valoración objetiva y de las motivaciones del agente, para considerar como delito político a cualquier hecho punible común por el hecho de que haya sido cometido por una persona que de manera habitual o parcial se dedica a la realización de actividades políticas o partidista”.
La Sala concluyó que “en el caso de los delitos comunes, el daño puede exceder la esfera jurídica de los particulares y afectar intereses de trascendencia social, pero no existe, como en los delitos políticos, la intención de quebrantar el orden jurídico y social establecido, atentando contra la seguridad del Estado, contra los Poderes y autoridades del mismo o contra la Constitución o principios del régimen imperante”.
Conclusiones
En este orden, la característica de las ideas políticas con relación al delito político es la siguiente: las ideas políticas dictatoriales sancionan con excesiva severidad los delitos políticos; las ideas políticas democráticas sugieren la dación de un trato especial, privilegiado, en favor del delincuente político.
Frente a lo anterior, dentro del discurso político se manifiestan dos nociones: presos políticos y políticos presos. En primer lugar, el bien jurídico protegido en los delitos políticos es el régimen constitucional y legal, porque el rebelde o el sedicioso se levanta contra las instituciones para derrocarlas o perturbar su funcionamiento. En segundo lugar, de acuerdo a los fines para delinquir, se atenta contra el bien jurídico de la seguridad pública, el cual resulta lesionado cuando se altera la tranquilidad de la sociedad.
En efecto, los presos políticos serían aquellos que están privados de la libertad por haber cometido un delito contra el régimen constitucional y legal vigente, y, los políticos presos son aquellas personas que por su condición, profesión u oficio están en la lucha por el poder político, y en esa calidad cometen delitos comunes.
En definitiva, la política como lo dijo Aristóteles, es el hacer del hombre en tanto que nos afecta e involucra todos en la polis. Todo aquel que tenga la intencionalidad, el habitus como lo llamó Bourdieu, de subvertir los valores que integran el orden jurídico-político, significa que en virtud del voluntarismo político radical que crea la naturaleza del delito político el valor de la “conveniencia o utilidad política” desplaza realmente y suplanta el orden constitucional, generando una tensión entre la legitimidad y legalidad como dimensiones propias del derecho.
Cada Estado ha elaborado su propia concepción del delito político, teniendo en cuenta que su reconocimiento depende de su realidad política, su sistema axiológico-político, que a fin de cuentas son variables históricas, además de los intereses y la coyuntura en la que se encuentra, lo cual imposibilita que la figura del delito político pueda ser vista y tratada, en todo tiempo, desde una perspectiva unitaria, mucho más cuando responde a concepciones ideológicas determinadas.